jueves, 22 de abril de 2010

La Felicidad y la Muerte


La muerte es una chica alta, de pechos importantes y cara aguda enmarcada en una melena color rojo, con ojos verdes esmeralda. Es fría, pero seductora. Te mira desde lejos, y claramente su voz sí te alcanza.
Te huele y deja que tú la huelas a ella….usa Chanel.

Tiene muy mal genio, pero cuesta darse cuenta de cuán mal genio tiene, lo disimula con decoro, con compostura. Siempre está ahí, siempre mirando, paseándose como una compradora de alto vuelo por los Campos Elíseos, o la Rue Rivoli.

La muerte se sabe imprescindible, única y perfecta, no tiene mucho que demostrar. No así la felicidad. Ella es más tímida, mucho más de lo que se cree. Es rubia y menos alta, es una chica promedio, con olor a jazmín, labios rosas y cara pálida. Camina con torpeza, no comprende el camino. Se sienta a tu izquierda o a tu derecha (de eso dependerá lo que te pase con ella), te saluda con una risita casi imbécil, y espera que tu la saludes de vuelta.
La muerte toma Prozac, la Felicidad no toma nada.

La Felicidad odia a la muerte porque siempre termina por aguarle la fiesta.
La Felicidad termina con la muerte.

La Felicidad se sienta a conversar con La Muerte, cada una con paquetes de tienda en algún café de la ciudad.
Verás a dos mujeres conversando y nunca te llamarán la atención.
Eso, si no estás cerca…si lo estás, sentirás como un escalofrío te recorre el cuerpo, al mismo tiempo que una estúpida sonrisa se te aloja en la cara.
Ellas conversan de otros, de “ellos”, del Odio que es un insoportable militante, y de La Rabia, que es una vieja solterona que no se saca jamás el moño porque tiene el pelo crespo, y no se atreve a salir a la calle para que en la peluquería se lo alisen.
Se ríen juntas de los “otros”.
Sin piedad, en ese momento la Felicidad comprende a la Muerte y disfruta de su presencia, de su sarcasmo, de esa magnífica ironía que le infla los pechos y le da un pequeño tono carmín a sus mejillas.

La muerte a su vez, se enternece con la Felicidad.
Recuerda su infancia, siendo esa “pettite mort” que entregaba placer a los enamorados de Versalles…









La tarde que las vi juntas las reconocí de inmediato, ellas me miraron de vuelta y nos quedamos así un par de segundos, lo suficientemente largos como para que millones de supernovas pasaran a la historia.

Me invitaron a sentarme, a tomar algo, a conversar.
Para mi era difícil, venía de estar mucho tiempo con la Soledad, a quien ellas dos no pueden ver ni en pintura, porque dicen que nunca se decide si se va con la muerte o se resigna a no vivir en la felicidad.
La soledad no me había resultado buena compañía y pretendía dejarla definitivamente justo esa tarde que me senté con estas dos a conversar.

Cada una expuso sus puntos de vista, opuestos por cierto, pero válidos.
La Muerte me comentaba de lo interesante y cultural del viaje que me sugería, me hablaba de Caronte y de sus pasajeros, hasta de Bolaños me contó un par de anécdotas.
La Felicidad por su parte, sólo reía y recordaba la última vez que pasó la noche en un hospital al lado de un hombre que recibiría trillizos, o de esa niña perdida en el mall que encontró a su madre segundos antes que un señor la llevara consigo.
Cada argumento era mejor que el anterior y todos sugerentes, persuasivos, seductores en demasía.

La muerte cerró su postura contando la historia de Marilyn Monroe, cómo esa noche la llamó desesperada, que ya no daba más, de su amor por John….de los líos en los que se había metido y de ese embarazo del que nunca nadie supo. Me conmovió. Me explicó como aplacó el dolor de Marilyn en sólo unos segundos, y de lo tranquila que se había ido, sobre todo por saber que jamás la recordarían vieja y añeja.

La Felicidad por primera vez se puso seria. Me miró con firmeza y me trajo recuerdos míos, no de ella, no describió otras situaciones, sino las que yo había vivido y me las contó en primera persona. Ya no sonreía. Sólo relataba cada aspecto triste de mi vida, uno tras otro, sin parar. Mientras ella hablaba yo sólo podía llorar. La muerte no comprendía qué hacía la felicidad.

Hasta que paró. Paró en ese último recuerdo que me llevó a vivir con la Soledad.
En ese episodio que pretendía olvidar para siempre.
La muerte la paró y le recriminó que no era su tarea hacerme ver todo eso.

La Felicidad, sólo me dio la mano y me dijo con voz suave, joven y cristalina…
” nos vamos de aquí?”….

Esa tarde la Muerte terminó su café sola y derrotada por la Felicidad.


Leonor
A mis amig@s que aman los finales felices!!!